lunes, 26 de marzo de 2012

El papa en cuba

“Fuera de la Iglesia no hay salvación”. “Dentro de la Revolución,
todo, fuera de la Revolución, nada”. Esas dos frases de encierro podrían
iluminar muchos de los misterios y ministerios de la próxima visita de
su santidad Benedicto XVI a tierras cubanas.

Primero fue la idea. Después surgió un perímetro que permitió definir
el dentro y el fuera. Una vez deslindado ese territorio —institución,
campamento, santuario— llegó la necesidad de defenderlo a como diera
lugar, incluso al precio de negar aquella idea, hermosa como un
angelito, que estuvo en el origen de todo.

Cuando Benedicto XVI arribe a La Habana podríamos estar
asistiendo a algo más que a la visita de un jefe de estado, al encuentro
entre dos contrarios ideológicos o al peregrinar de un pastor en busca
de sus ovejas descarriadas. La llegada de Su Santidad podría marcar, a
partir del abrazo protocolar inevitable, el entendimiento y la
negociación entre dos instituciones cerradas.

La Iglesia
Católica y el castrismo tienen mucho más en común que las felicidades
pospuestas al paraíso y al futuro luminoso; que el amor utilizado como
punta de lanza, o que esa extraordinaria capacidad para lograr que sean
otros los encargados de alimentar y vestir a sus feligreses. El
castrismo y la Iglesia Católica son dos instituciones cerradas que
comparten el mismo agobio ante un mundo cada vez más abierto.

Las
instituciones cerradas tienen, entre sus muchos defectos, una
extraordinaria vulnerabilidad a la corrupción. Esa vulnerabilidad parte
de un hecho muy simple: al ser la defensa del perímetro —institución,
campamento, santuario— la tarea fundamental, y la razón de la
existencia, se hace muy difícil aceptar, investigar o castigar,
cualquier actividad que de ser reconocida podría terminar manchando o
debilitando eso que hay que defender a toda costa. El resultado son una
tolerancia y una desidia que proyectadas en el tiempo se convierten en
inmunidad.

Los cubanos conocen muy bien la corrupción crónica
del castrismo. Unos por razones personales y otros por el hecho de que
esa corrupción ha alcanzado unos niveles tan altos que ha llegado a
comprometer, o a amenazar, la misma existencia del campamento
castrista, algo que ha obligado a la cúpula gobernante a un
reconocimiento público y una supuesta lucha. Digo supuesta porque nunca
ha alcanzado a reconocer que esa corrupción es intrínseca a la cerrazón
del perímetro que se pretende defender.

La corrupción dentro de
la Iglesia Católica, sin embargo, no es muy conocida por los cubanos no
exiliados. La prensa castrista siempre se ha encargado de darle escasa
cobertura, o de hacerlo de una forma muy superficial; algo que llama
extraordinariamente la atención si se tiene en cuenta que el catolicismo
es, para muchos castristas, el único y verdadero enemigo ideológico de
la revolución.

Durante los años ochenta la Iglesia Católica
sufrió, de forma pública y notoria, uno de sus más grandes escándalos de
corrupción económica. La quiebra del Banco Ambrosiano, que tenía como
principal accionista al Instituto para las Obras de Religión —conocido
popularmente como Banco Vaticano— dejó al descubierto, además de
pérdidas por un valor de varios millardos de dólares, una trama de
manejos turbios, conexiones con la violencia organizada, e inmoralidades
dignas de la más exquisita cólera de Nuestro Señor.

El director
del Instituto para las Obras de Religión en aquel momento, el arzobispo
estadounidense Paul Marcinkus, fue procesado judicialmente como
cómplice de la bancarrota del Banco Ambrosiano y sólo pudo escapar de la
justicia italiana gracias a la inmunidad diplomática reclamada por el
Vaticano. A su vez, Roberto Calvi —presidente del Banco Ambrosiano
cuando estalló el escándalo— fue hallado, en junio de 1982, colgando de
la estructura del puente Blackfriars en Londres. En los círculos
financieros y en la prensa se le conocía como el “Banquero de Dios”.

Por
si fuera poco, a los casos de corrupción e ilegalidad financiera de la
Iglesia Católica se sumaron, a mediados de los años 80, otros que
desgraciadamente rebasan el reino del escándalo y la podredumbre, para
entrar en el infierno del dolor indecible y la condenación de las almas.

En
el año 1985 el párroco Gilbert Gauthe se declaró culpable de once
cargos de abuso sexual a menores ante un tribunal del estado de
Luisiana. Aunque ese no fue el primer caso de ese tipo tramitado por una
corte estadounidense sí fue el primero que recibió una amplia cobertura
mediática que dio lugar, lenta pero inexorablemente, a una ola de
denuncias y demandas civiles y judiciales.

Muchas de esas
demandas se iniciaron en la ciudad de Boston, en el Estado de
Massachusetts. En 1992, por ejemplo, el Reverendo James Porter, de la
diócesis de Fall River, fue acusado de abuso a menores en cinco estados
de la Unión entre los años 1960 y 1970. Eventualmente Porter se declaró
culpable de 41 de los cargos imputados. En 1999 el párroco John Geoghan
fue acusado de violación de menores, hallado culpable y condenado a diez
años de prisión. En el 2002 fue asesinado mientras cumplía condena.

Ya
desde el principio de esa avalancha de denuncias y demandas legales
quedó claro que muchos de los acusados habían sido señalados como
pedófilos años antes y la Iglesia no sólo había sido incapaz de ponerlos
ante la justicia, separarlos de su oficio, o impedir que actos como los
denunciados volvieran a repetirse. No, muchos de esos pedófilos fueron
tratados con una discreción y un secretismo que lindan en la protección,
el encubrimiento y la complicidad. Fue eso, más que ese sensacionalismo
al que la Iglesia intentó culpar, lo que sirvió de catalizador para que
muchos abusados dieran el doloroso y valiente paso de salir del
anonimato y denunciar algo que ya creían haber rebasado —o tabicado— en
sus conciencias.

Durante la década de los noventa una enorme
cantidad de procesos judiciales por abuso a menores fueron abiertos
contra miembros activos o retirados de la Iglesia Católica a todo lo
largo y ancho de los Estados Unidos de Norteamérica. Lo que
inicialmente se pretendió presentar como una moda local, en uno de los
estados más liberales de la Unión (Massachusetts), se fue extendiendo
hasta el punto de convertirse en un fenómeno nacional.

De todas
esas investigaciones emergieron tres imágenes sobrecogedoras, la primera
y la más importante: el dolor de miles de víctimas, católicas en su
inmensa mayoría, que vivieron durante décadas con la confusión propia y
el desamparo de aquellos en los que ellos —o sus padres— habían
confiado; la segunda fue el encubrimiento y la complicidad evidente de
una jerarquía católica que —ocupada como siempre ha estado en proteger
la institución que representa— fue incapaz de pensar en las víctimas y
darle protección a sus feligreses; la tercera fue que los abusos
sexuales ocurrieron a todos los niveles de la Iglesia, desde párrocos
hasta obispos, pasando por las diócesis, las órdenes religiosas
(jesuitas incluidos), las escuelas católicas, los reformatorios y los
orfanatos.

A inicios del año 2002 el periódico Boston Globe
publicó una serie de artículos (que fueron reconocidos después con el
prestigioso Premio Pulitzer) encaminados a informar, denunciar y llamar
la atención de la opinión pública sobre los casos de abusos sexuales en
la instituciones católicas, el encubrimiento de la Iglesia, y las
maniobras de ésta encaminadas a controlar el daño económico y moral que
se le venía encima.

En el año 2004, ante la presión cada vez más
creciente de la opinión pública, y de muchos católicos indignados, la
Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos (USCCB por sus
siglas en inglés) comisionó al Colegio de Estudios Criminales John Jay
una investigación sobre los casos de abusos sexuales en la Iglesia entre
los años 1950 y 2002. Los resultados de esa investigación, que hoy se
conoce como el Informe John Jay, se basaron en encuestas —llenadas por
las diócesis de la Iglesia Católica en los Estados Unidos— que fueron
diseñadas para encontrar, siempre desde el más estricto anonimato de
víctimas y victimarios, un estimado, aunque fuera lejano, de los casos
de abuso sexuales contra menores de 18 años perpetrados en esas
diócesis.

Las cifras, a pesar de sólo representar la punta de un
témpano, son espeluznantes. 4392 párrocos fueron identificados como
abusadores sexuales. De ellos se sabe que 143 cometieron sus actos en
más de una parroquia. El número de víctimas reportadas fue de 10,667;
de ellas el 22% eran menores de 10 años, el 51% tenía una edad entre 11 y
14 años, y el 27% correspondió a edades entre 15 y 17 años. Un número
sustancial de niños muy jóvenes (casi 2000) fueron abusados durante ese
período. El 81% de las víctimas fueron identificadas como de sexo
masculino.

Al momento de su publicación (año 2004) el Informe
John Jay estableció un estimado de más de 500 millones de dólares
pagados por la Iglesia Católica para resolver las disputas legales
relacionadas con casos de abuso sexual en los Estados Unidos de
Norteamérica. En el año 2009, sin embargo, el monto de ese estimado
aumentó a una cifra cercana a los tres millardos de dólares (http://www.advancedchristianit.... Esos pagos, por desgracia, distan mucho de representar la cifra tope de una pesadilla no terminada.

Tradicionalmente las leyes estadounidenses han reconocido que un demandante tiene hasta cinco años, después de cumplir los 18, para presentar una demanda legal
por abusos sexuales durante su niñez. A mediados de la década de los
noventa varios estados de la Unión presentaron propuestas legislativas
encaminadas a incrementar ese período hasta una década, o más. En junio
del 2009 el Obispo de Brooklyn, Nicholas A. DiMarzio, puso,
literalmente, el grito en el cielo y dejó bien claro que si cualquiera
de esa nuevas propuestas de leyes —de prescripción de delitos— eran
aceptadas, se generaría un devastador efecto dominó en el que varias
diócesis tendrían que declarar bancarrota, cerrar iglesias, escuelas, y
muchos otros servicios.

A partir de los años 2000 la situación de la Iglesia Católica —con respecto a los crímenes sexuales y su encubrimiento— lejos de mejorar empezó a tornarse cada vez más
difícil. Una vez más la razón fue esa absurda creencia de estar ante un
fenómeno local. De inicio fueron Boston y Massachusetts por ser
liberales. Después fueron los Estados Unidos, una sociedad
eminentemente protestante que tiene, además, un absurdo trauma con el
sexo y una extraordinaria debilidad por el sensacionalismo.

Pero, ¿y el mundo?

A partir del año 2000 el mapa de las denuncias empezó a extenderse por
todo el planeta. Hoy día la lista de demandas interpuestas, de demandas
en curso, o ya arregladas financiera y moralmente, muestra países de
todos los continentes, de todas las culturas y de todas las razas. La
magnitud de los daños económicos y espirituales es tan grande que
compromete, por primera vez en varios siglos, la propia existencia de la
Iglesia Católica tal como la conocemos en la actualidad.


Tomado de Autor Anonimo